GENERAL

LOS GAITEROS DE SAN JACINTO, PATRIMONIO SONORO DE LA NACIÓN

El domingo 25 de noviembre de 2007, en su separata MAGAZIN, el diario LA TARDE de Pereira publica un artículo del escritor y periodista Gustavo Tatis Guerra sobre los Gaiteros de San Jacinto, por lo que los Gaiteros representan para el folclor colombiano, anexo la totalidad del artículo del Sr. Tatis Guerra.


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Los gaiteros de San Jacinto: la sombra de Toño Fernández
Gustavo Tatis Guerra

He vuelto a leer el espléndido libro de Numas Armando Gil Olivera sobre Toño Fernández: La pluma en el aire, como un acto de celebración del Premio Grammy Latino 2007 a los Gaiteros de San Jacinto. Este reconocimiento es el premio a una tradición que cruza el siglo XX y cuya grandeza empezó a ser visible apenas hace un poco más de medio siglo. Dos sobrinos del legendario Toño Fernández integran los Gaiteros de San Jacinto que han sido premiados: Juan “Chuchita” Hernández Polo, cuya voz tiene el esplendor de esa dinastía, al igual que el gaitero Nicolás Hernández. En medio de la fiesta del premio, se ha olvidado que de esa primera generación de los gaiteros vive Catalino Parra, un patrimonio sonoro de la nación.

El libro de Numas Armando Gil tiene la legítima virtud de sentarnos en las fuentes de la memoria para devolvernos un espejo escamoteado y recordarnos que esta música de gaitas— con su honda tristeza terrenal y su profunda alegría con lágrimas— resuena desde las noches lejanas de nuestra antigüedad Caribe. Había que encontrar una cerámica precolombina en la que aparece un indio flaco tocando una gaita de hueso, para testificar que se trata de una de nuestras heredades sonoras y rítmicas ancestrales. Además de sus méritos narrativos e investigativos y de la cálida y emocional semblanza de uno de los más grandes gaiteros del país, las páginas de este libro nos revelan la fundación de un mito que suena en las voces de sus protagonistas y de sus intérpretes, y trasciende la música misma transmutada en versión de la historia regional, en mito y leyenda, en crónica musical de monteadentro, en poesía y narrativa, en región y país.

La sola versión del mismo Toño Fernández de cómo los pitos de papayo acompañaron la soledad de los indios en las noches en los Montes de María la Alta y cómo ellos a punta de pitos, musicalizaron esa soledad y la entretuvieron, la conjuraron, le cantaron y la encantaron, es ya una prueba de la riqueza de la tradición oral, y algo más, un privilegio de la creación y la imaginación que ha nutrido tanto a novelistas, músicos, historiadores y tejedores. Digo tejedores porque qué es la gaita sino un tejido purísimo de sonidos que tejen el aire y los sentimientos, el paisaje humano y natural que se sacude con el espíritu y el corazón de la tierra y retorna al ser como un altísimo don de sus pavores y sus espejismos y un testimonio cantado del estremecimiento de la vida ante el espectáculo del universo. Así los tejedores de hamacas y sombreros han aprendido de los gaiteros a tejer colores como los narradores y poetas han aprendido a tejer palabras.

La sola creencia de que la gaita fue alguna vez una mujer es un principio del mito. Toño Fernández lo dice y lo desmiente: Esa mujer que era la gaita era la mandamás y ordenó al novio de la muchacha para la guerra, pero cuando éste regresó la mujer como gaita había muerto. El novio buscó la fosa y excavó, sacó los huesos y la puso a sonar. Se inició el sonido de la gaita. Así una de las infinitas versiones de un origen mítico. Pero Toño sólo cree que desde siempre los indios estuvieron urgidos del sonido de las gaitas hechas de huesos o de pitos de papayo, una urgencia de los tendones y las coyunturas, los huesos y las vísceras por sentir la música porque con gaita nadie puede sentirse embromado ni irremediablemente infeliz, muchos gaiteros parecen curarse sus dolencias físicas y penas del alma a punta de gaitas, y hasta los finados parecen levantarse de las tumbas con la sola música. Así que con los cardones, el guamacho o la caña de bleochupa, la cera y la pluma de pavo, se iniciaron las gaitas, y con el marcante del macho y luego la hembra comenzó el baile de las farotas y de la maya.

La historia de Toño Fernández mordido por una culebra mapaná rabo seco es una de las joyas literarias que rescata Numas en su libro, dignas del patrimonio mítico de la nación. La planta del pie derecho de Toño Fernández fue mordido por la serpiente. Su padre acudió a auxiliarlo y mató a la serpiente con una vara certera en su cabeza. A Toño se le puso el semblante pálido, los ojos blancos y volteados y echó espumas por la boca. El padre salió a buscar a Juan Olivera, reconocido culebrero de los Montes de María, quien le preparó el contraveno. La serpiente era hembra y estaba en su tiempo, recordó la vecina Elieth Villarreal. Por eso persiguió a Toño Fernández. Dicen los que lo vieron que Juan Olivera se había emborrachado un día y rumbo a su casa se encontró con un redondel de gaita callejera en la esquina de Migue Curvo. Le brindaron un trago y sacó de su mochila una enorme mapaná rabo seco y le dio de beber un trago de ron. La soltó en el redondel del baile y la serpiente empezó a bailar al ritmo de la gaita, y poco antes de terminar la canción le improvisaron una décima. En su tentativa por cautivar audiencias con juegos novedosos, Juan Olivera se metió un jeme de la cabeza de la serpiente en la boca, y la serpiente traicionó la vieja confianza del culebrero. Le mordió la garganta. Fue así cómo murió Juan Olivera.

Los hermanos de Toño Fernández enterraron a la mañana siguiente la serpiente pero se llevaron tremenda sorpresa: la serpiente se había convertido en una gaita hembra. Pero toda esa gracia creadora no tendrían lugar en el universo, sino se preserva como se consiente la piel adolorida de la tierra y los frutos dorados de la sabiduría humana. Este aporte de Numas Armando Gil Olivera es una lección de identidad y de regocijo de lo que somos ante los desafueros perversos de la globalización y las soledades humanas pervertidas por el prejuicio, la intolerancia, el desatino de la guerra.

La gaita prevalece por su belleza, por su sentido y por su cadencia que nos reconcilia con un mundo primigenio y sagrado. Si hace medio siglo un alcalde de San Jacinto prohibió esta música que perturbaba según él las costumbres, también el país en general le tendió cercos de menosprecio e intolerancia desde los medios de comunicación y desde los prejuicios cultivados por unas minorías sociales y culturales. Peter Wade hace una referencia de estos desprecios en su libro Música, raza y nación (Música tropical en Colombia), 2002. En una nota aparecida en El Tiempo el 12 de diciembre de 1940 un columnista ocultado en el seudónimo de Trivio escribió que el concierto de una vaca arrastrada por la nariz, con tres canarios, una lata rota golpeada con el palo de una escoba, y un idiota vendiendo alcohol, es más armonioso que la música tradicional del Caribe colombiano, llámese porro, cumbia y gaita, pero ese tono despreciativo y envilecido no es aislado, corresponde también a la manera cómo los colombianos nos miramos y nos valoramos a nosotros mismos y a la forma como hemos ido aprendiendo a querernos a golpes.

Esa actitud vuelve a potencializar sus venenos en 1944 en un artículo de José Gers, Civilización del color, donde plantea que el “modernismo requiere que podamos aprender a bailar como negros para estar a la moda”, ataca los movimientos de caderas “en sentido giratorio y obsceno y abriendo las piernas como ranas”, más tarde en 1947 en la revista Semana, Fabio Londoño Cárdenas acusa a la música de la Costa de “salvaje, ruidosa, estridente, manifestaciones de la brutalidad de los costeños”. Con todas esas ofensas al patrimonio musical del Caribe se podría escribir un libro interesante. Sólo para terminar esta breve intervención, recordar que la gaita contemporánea heredera de la tradición de San Jacinto y de toda la sabana del Bolívar Grande, se nutre hoy del rico mestizaje de jóvenes descendientes de indios, negros africanos, europeos, y cuyos matrices aspiran a potencializar una dinastía sonora con nuevos enfoques, temáticas y propuestas de fusión como lo han venido haciendo creadores musicales como el saxofonista Justo Almario, el Maestro Francisco Zumaque cuando inició su propuesta de Macumbia, el compositor Juancho Nieves, Tony Arnedo, Edison Carranza, para citar algunos de ellos. Una música que luego del impacto de la gira histórica de los Gaiteros de San Jacinto por el mundo en la década del cincuenta, se impone nuevamente con la misma seducción con que Charles Mingus vino alguna vez hasta nosotros a fusionar el jazz norteamericano con la gaita del Caribe. Nos devuelve con su embrujo, a la plenitud de las noches lejanas de la antigüedad Caribe.

Escritor y Periodista

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