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Viaje al mundo de una niña guambiana

Aída Liliana Tunubala (niña) se alista a recibir consejos en una de las tradicionales reuniones de fogón.

Tomado de www.eltiempo.com.co

Foto: Leonardo Castro / EL TIEMPO


Su cultura oscila entre la tradición y lo ‘moderno’. Los niños no están obligados a vestir lo típico, pero los padres luchan para que no pierdan su cultura.

Aída Liliana Tunubala Dagua, indígena namuy missag (guambiana), nunca ha sido obligada a usar el atuendo de su etnia. Viste, cada mañana, una camiseta y un saco de lana para asistir al colegio Agropecuario de la vereda Las Delicias, en el municipio de Silvia (Cauca), para recibir sus clases de cuarto grado de primaria.

En sus dos horas de caminata para llegar al colegio, que comienza a las 6 a.m. y bajo un frío penetrante por debajo de los 10 grados centígrados, no parecen hacerle falta el tradicional anaco (falda negra), el pañolón azul, la blusa de un solo color y el tambalkuari (sombrero en espiral que llevan descolgado en la espalda las mujeres).

Igual pasa con los varones. Ahora son pocos los que usan los ancestrales rebozos (falda azul hasta debajo de la rodilla, que se envuelve alrededor de la cintura), las dos ruanas rectangulares y el sombrero.

«No es que se esté perdiendo la cultura, sino que la modernización y el facilismo han llegado a tal punto que los propios indígenas aceptamos los cambios. El consumo comercial hace que para los niños sea más fácil comprar un pantalón y una camiseta que ponerse a tejer sus propios abrigos», asegura Luis Eduardo Calambás, joven missag, coordinador de la guardia nativa del cabildo universitario de la Universidad del Cauca.

El taita Manuel Julio Tumiña, ex alcalde zonal de Guambia, no está de acuerdo con esa libertad: «La educación viene de casa y como el colegio no los obliga, ellos se visten como quieren. Pero debería ser una obligación ponerse el anaco».

Esa lucha por conservar las costumbres, la lengua narishik y sus tradiciones ancestrales ha hecho que la Universidad del Cauca, Unicef y otras entidades se interesen en trabajar con niños guambianos e implementen proyectos en los que nutrición, educación y salud son los factores clave.

«En la nutrición, la idea es recuperar la siembra de semillas. Contra lo que se cree, no somos terratenientes. Sembramos en condiciones muy difíciles. En la educación, la idea es tramitar, a través del cabildo universitario, la implantación de dos horas más de clase de lengua nativa en los colegios. Y en la salud, queremos recuperarla con la medicina natural», continúa Calambás.

Aunque Aída no usa el anaco, las enseñanzas que recibe de sus superiores como mujer missag están vivas. En sus primeros años ha recibido la formación y educación de sus mayores en la cocina de su casa. Esta es una tradición muy arraigada de los guambianos.

La llaman reunión de fogón. Allí, los superiores les transmiten el saber a los más pequeños. «Reciben consejos, aprenden sus propios vocablos, pero sobre todo, se empapan de su organización y cultura», dice el Taita Tumiña.

Además de estos encuentros, los miércoles y viernes de cada semana, los maestros y taitas convocan a los jóvenes en la Casa Payá, un sitio sagrado en el que se les reconstruye la historia de su etnia y se les explica de dónde vienen. «Aprenden que somos hijos del agua, porque cuando la mujer rompe fuente lo que bota es agua», dice Calambás.

Cuando Aída, con paso apresurado, llega a su destino, hombres y mujeres guambianos ya están dedicados, muchas veces desde las 3 de la madrugada, a sus oficios y trabajos rutinarios. Dioselina, la mamá de Aída, se queda en casa para atender a sus otros cuatro hijos, hacer la comida, los oficios y dedicarse a hilar o a tejer.

Los hombres, entre tanto, se dedican a la agricultura o a la actividad más tradicional de los missag: las mingas, que son llamados públicos a cosechar o a realizar trabajos colectivos en las zanjas de las carreteras, sin cobrar.

En el Colegio, Aída recibe materias básicas y otras tradicionales, como la artística e idioma nativo. En la primera aprende a tejer el tambalkuari, en el que puede durar todo el año, mientras el profesor Segundo Yalunda le explica que cada relieve del sombrero tiene un significado.

En la clase de idioma nativo aprende a conjugar los verbos, así como a combinar palabras para armar frases. «A ellos se les dificulta aprender a escribir en el idioma nativo. Es más fácil en español, pero cotidianamente sí lo hablan y así se comunican», dice el etnoeducador José Domingo Cuchillo.

A las tres de la tarde la jornada estudiantil termina y Aída se dispone a caminar las mismas dos horas, pero de regreso a casa. Como su mamá no está, tiene que hacer la comida; después se dedica a los estudios y a la televisión.

Así transcurren sus días, que Aída Liliana describe como alegres, llenos de juegos y muy activos. De no ser por los grupos armados, por la lucha por sus territorios y para evitar su estigmatización como gente ‘problemática’, los 14 mil guambianos podrían considerarse en un estado tan pleno como la niñez de Aída, que solo piensa en vivir libremente, aprender su idioma y mantener el legado de sus ancestros.

LUZ ADRIANA VELASCO

CULTURA Y ENTRETENIMIENTO

ARTÍCULO POSIBLE GRACIAS A LA ALIANZA CON EL MINISTERIO DE CULTURA

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