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Agustín Lara, el ‘flaco de oro’ aún canta en Cali

Artículo de Lucy Lorena Libreros publicado por www.elpais.com.co

Fotografía publicada por diario El País en su página web

Casi ahogado por la multitud que ese día de 1954 se agolpó en el aeropuerto de Barajas de Madrid, a la espera de su ídolo, el muchacho tulueño alcanzó a levantar los ojos, en medio del jaleo, para reparar bien en el anhelado visitante la cicatriz que tantas veces le había visto en fotos y películas. La marca, profunda, atravesaba la mejilla izquierda, casi desde la oreja hasta el filo de los labios. Se veía nítida.

Sería la primera vez que Jorge Restrepo Potes, aquel muchacho fisgón, entonces de 19 años,tendría en frente suyo a Agustín Lara, que había arribado a España esa vez para recibir los honores del ‘generalísimo Franco’, fascinado —como lo estaba todo el país— con la historia del mexicano que había sido capaz de saludar con sus versos los paisajes de Granada y de Madrid sin haber puesto jamás un pie en ellas.

Imponente, Lara caminaba por el terminal aéreo atado del brazo de su esposa, elegantemente trajeado y con un aire de galán tan contundente que costaba trabajo apagar los reflectores de fama que parecían escoltarlo siempre, para apreciarlo como lo que era en realidad: un hombre de aire esmirriado, cuya figura, delgadísima, se antojaba recién salvada de los restos de un naufragio.

La evocación de Jorge brota diáfana ahora, una mañana de jueves, mientras el joven vallecaucano de otros tiempos sorbe con paciencia una taza de café recién hecho y agita sus manos blancas, marcadas ya por los años, sobre un escritorio de abogado.

Se obligó a desempolvarlo de la memoria para recordar, quizás como lo hicieron los románticos de fuste que aún sobreviven en este continente, al mexicano que hizo del bolero el más grande cómplice de los enamorados de América Latina en los años 40 y 50. Ese, cuya voz se apagó para siempre un 6 de noviembre, hace ya cuatro décadas.

Quien conozca a este abogado civil y sepa de su devoción por el bolero, sabrá que en su corazón ese artista —a quien muchos consideraron un poeta— no ha muerto.

Quizá porque a él, a Agustín Lara, al ‘flaco de oro’, Jorge le debe los buenos recuerdos de los días en que dedicaba serenatas de diez pesos y veía cómo un traganíquel se llevaba consigo sus monedas para recitar, como si fuera el mismo Lara el que estuviera allí: “Ya ves que venero tu imagen divina, tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a besar. Piensa en mí, cuando beses, cuando llores también piensa en mí…”.

El traganíquel, recuerda, nunca abandonó su esquina en el cafetín de la Bogotá de mediados del siglo pasado a la que Jorge había llegado para estudiar en el Gimnasio Moderno y más adelante Derecho en la Universidad Externado.

Eran otros tiempos. “El país de mi juventud era eminentemente rural, con decirle que no pasábamos de los diez millones de habitantes. Y como campesinos que parecíamos todos, a veces vestidos hasta con ruana, nos enamorábamos distinto. Amar implicaba un sentimiento

más profundo, menos de la piel. Y Agustín Lara, con sus letras bellísimas, se convirtió en nuestro aliado en esos aprietos del corazón”, se le escucha a Jorge decir.

Esa Colombia huérfana de altos edificios y largas avenidas, recién había despertado a la música que reivindicaba los cariños contrariados y las historias de corazones rotos en la voz de Leo Marini. El argentino lograba en tres minutos de melodía el efecto que quizás a una carta de amor le tomaba varias páginas.

Las señoras en casa hacían lo propio: descansaban la aguja de su tocadiscos sobre sus pastas negras de acetato de 78 revoluciones y encontraban en las fiestas y en sus tardes de cocina y de costura excusas para hacerlas girar una y otra vez.

La radio se unía también a esa suerte de sentimiento nacional. Y dejaba filtrar por las goteras que quedaban entre los noticieros y sus guerras en Europa, el ‘Llanto de luna’, ‘Amar y vivir’, ‘Cobardía’, y todas esas canciones que Marini —y esa corte de su generación integrada entre otros por Hugo Romani, Genaro Salinas y Gregorio Barrios— dejó para siempre en el cancionero popular de este país.

Fue esa la Colombia que recibió a Agustín Lara y su descarga lírica en los años 40. Y como ya los novios habían aprendido a darse serenatas para manifestar con canciones lo que era difícil decir de viva voz, el mexicano no hizo más que inventar excusas con su música para que la costumbre no cesara.

Que lo diga Édgar Campuzano —caleño, 73 años, viudo sin remordimientos— un ingeniero que por lo menos una tarde de domingo al mes se entrega a su liturgia personal de boleros y whisky, acompañado de sus buenos amigos y de “los boleros eternos de Agustín Lara”.

Y dice eternos —advierte— “porque a pesar de que he pasado las páginas de muchos calendarios en mi vida, y he visto morir a varios de los míos, aún sigo escuchando versiones nuevas de las canciones de este mexicano”. Lo que sucede, agrega enseguida, “es que sus composiciones, por más cursis que a veces puedan parecer, causan el mismo efecto en 1940 que en 2010”.

Muchísimo antes de que eso ocurriera, por allá en 1897, Ángel Agustín María Carlos Fausto Mariano Alfonso del Sagrado Corazón Lara y Aguirre —como se llamaba el artista en realidad— venía al mundo en Ciudad de México. Aunque tiempo después con sus frases, sus canciones y una falsa partida de nacimiento, reivindicara a Tlacotalpán, Veracruz, como el origen de todo, en 1900. “Veracruz pedacito de patria, que sabe sufrir y cantar, Veracruz son tus noches, diluvio de estrellas, palmera y mujer…”.

Hijo de Joaquín Lara y María Aguirre del Pino, fue en Veracruz donde Agustín —según Édgar y sus datos de biógrafo amateur— comenzó a acercarse a la música ayudado por un viejo armonio. Años después, y a oído limpio, Agustín se enfrentó de forma autodidacta al piano hasta interpretarlo magistralmente.

Y fue allí mismo donde, obligado por la estrechez económica de su hogar y el abandono de su padre, comenzó a trabajar como pianista de ocasión en lupanares como ‘El héroes’ y ‘El cinconegro’ para ayudar en casa, siempre refugiado ante su madre con la mentira piadosa de que se ganaba la vida realmente como telegrafista nocturno.

“Además de interpretar el piano, Agustín componía. Se sabe que ‘La prisionera’ fue la primera canción que registró, en 1926. Pasaron muchos años antes de que abandonara esa vida de casas de lenocinio y cabarets”, explica Édgar, sin consultar libros ni repasar apuntes.

Fue esa vida la que le dejaría aquella seña tan particular e imborrable, que Jorge Restrepo Potes se esforzó por constatar en el Barajas hace 60 años. ‘Estrella’, una mujer que Lara había conocido en uno de esos bares, no encontró más camino que desahogar sus celos hiriendo al mexicano en el rostro con el filo de una botella. Era 1927 y las manos del médico que lo atendió no resultaron eficaces para evitar que el hombre tuviera que resignarse a ver para siempre su rostro deforme.

Édgar toma un nuevo impulso en su relato. Ahora hace bailar sus dedos sobre el ‘mouse’ de un computador en el que ha digitalizado gran parte de esa colección de música en acetato por la que su esposa, Margarita, le lanzara un ultimátum: “En esta casa ya no cabe un disco más, o me compra una más grande o se va vivir solo”.

No hizo ni lo uno ni lo otro. Prefirió que sus tesoros acabaran en manos de sus amigos, no sin antes reproducirlos, primero en cds y, más tarde, en formato mp3, incapaces de espantar a una esposa impaciente. Hoy, en ese computador reposan más de 1.200 boleros y tangos, la música favorita del ingeniero, varios de ellos compuestos por “el más genial de los artistas latinoamericanos”.

Es verdad. El músico-poeta, en vida, acuñó 408 composiciones, según registra la Sociedad de Autores y Compositores de México. Y de la lista hacen parte clásicos como ‘Dueña mía’, ‘Mujer’, ‘Piensa en mí’, ‘Se me hizo fácil’, ‘Amor de mis amores’ y ‘Estoy pensando en ti’.

No sólo fueron boleros. Ranchera, son, pasodoble, mazurca, guajira, pasillo, tango, jota, foxtrot, polca, aires criollos como el danzón y el huapango, y hasta blues —de esquina a esquina, los influyentes géneros musicales del continente— fueron algunos de los aires que hicieron parte del vasto repertorio del muchacho que, antes de hacerse grande, alcanzó a dejarse bautizar, en la década de los 20, por la revolución de Pancho Villa, para quien trabajó como pianista espía hasta alcanzar el grado de teniente.

Cuando el rifle quedó a un lado, Lara dio un paso definitivo para hacerse conocido: la radio. La buena estrella le permitió contar con su propio espacio, ‘La hora íntima de Agustín Lara’ para,más adelante —impulsado por Emilio Azcárraga, quien despuntaba como el zar de los medios mexicanos— llevar su nombre a ‘La hora azul’, en la XEW, donde logró que Toña, la Negra y Pedro Vargas prestaran sus voces a varias de sus letras mientras él batía, en vivo, sus manos sobre el piano.

Era la década del 30, cuando nacieron temas como ‘Lamento jorocho’, ‘Te quiero’, ‘Solamente una vez’, ‘Mujer’ y el tango ‘Arráncame la vida’. Cuando conquistó los teatros de París y cuando América Latina hacía fila en los teatros para verlo en concierto.

Fue el momento de no retorno. Cuando comenzaron a llamarlo en todo México el ‘flaco de oro’. Cuando su ‘feúra exquisita’ llegó al cine, pues los productores y directores hallaron en las canciones del artista un insumo para la gran pantalla: ‘Novillero’, ‘Pecadora’, ‘Señora tentación’, ‘Perdida’, ‘Por qué no me amas’; ‘La faraona’, que protagonizaría al lado de la española Lola Florez; y ‘Santa’, una de las primeras del cine sonoro mexicano, fueron algunas de las quince cintas en las que apareció el galán que nunca fue.

No se trató, sin embargo, de un placer exclusivo de los mexicanos. Jorge Restrepo recuerda que varios de esos filmes, lo mismo que el programa radial, llegaban también a Colombia. Y él, gustoso, lo escuchaba siempre a la espera de una nueva canción de su ídolo.

Lara, sin saberlo, lo complacía en la distancia. “En un año, el tipo podía ‘pegar’ hasta doce canciones, todas buenísimas, todas dedicables. Uno tomaba nota y le pedía luego a un trío que la interpretara para la Julieta de turno. Entonces venía lo más complicado, pero emocionante a la vez: pararse frente a la ventana de la muchacha para dedicarle la serenata. Los discos sonaban y uno sólo quedaba contento cuando ella encendía la luz de su cuarto en señal de que no sólo había escuchado la música, sino que la había disfrutado. Así no más; nunca se asomaba”.

Al otro lado de América, en México, el propio Agustín Lara conocía, mejor que nadie, el efecto efervescente que producían en el corazón sus canciones. Él mismo, que llegó a compartir su vida con diez esposas, sabía que sus letras conseguían con creces lo que no le permitían su facciones toscas, su delgadez y esa vocecita nasal y por momentos destemplada que le había tocado en suerte.

“Todos los hombres más feos conquistan las hembras más guapas, Agustín Lara y un tal Sinatra (…) He visto gordos y flacos sin sal ni talento lucir del brazalete de un monumento…”., cantaba el mexicano en su tema ‘El feo’.

La primera mujer, dicen sus biógrafos, fue Esther Rivas. También tuvo amores con Carmen Zozaya, una corista de origen colombiano, quien le inspiró el bolero ‘Cuando vuelvas’, y con Angelina Bruschetta, con quien vivió los tropiezos que sortearon sus boleros en Cuba. Pero, sin duda, su gran amor, el que trascendió, el que abrevó por años a la prensa rosa, fue la diva del cine azteca María Félix, ‘La doña’, con quien compartiría cinco años de atormentado matrimonio, marcado por los celos y los escándalos.

…“Acuérdate de Acapulco, de aquella noche, María bonita, María del alma; acuérdate que en la playa, con tus manitas las estrellitas las enjuagabas”….

Esa María Bonita confesaría mucho después en su biografía ‘Todas mis guerras’, en los tiempos en que estaba separada ya del compositor y pianista, que había conocido en la cama a muchos hombres, pero que ninguno la había hecho tan feliz como el propio Agustín. Incluso, llegó a confesar que de no haber tenido él aquella cicatriz en el rostro, ella misma se la habría mandado a dibujar para que conservara ese aire de canalla que lo hacía tan atractivo.

“Es que algo debía tener el hombre” —dice, entre risas, Restrepo Potes— “para que las mujeres bellas se le pegaran como a la miel. Lara tenía un efecto hipnotizador. Y no sólo con ellas. Nosotros, sus seguidores de juventud, le perdonábamos su voz ronqueta y hasta sus flojos papeles como actor, tan sólo por la grandeza de sus canciones. Años después de haberlo visto en Madrid, pude disfrutarlo en un concierto en Bogotá y a pesar de su voz, uno salía del teatro convencido de que había escuchado al mejor artista del mundo”.

Rafael García, coleccionista caleño y bolerista de tiempo completo, cree que la magia de Agustín Lara, amén de sus amores descarriados y su discutido paso por el cine y la radio, se debe a que —a diferencia de los boleristas cubanos y puertorriqueños, más delicados y sutiles en sus letras— él fue capaz de hacer una música más arrabalera, si se quiere más de cantina. “Sus boleros, se decían en esa época, eran boleros apache, del pueblo”, anota el melómano.

Lara, apunta Rafael, era capaz de inspirarse con el rostro de una reina como María Felix, lo mismo que en la vida sin fortuna de una trabajadora de la noche. Y, en parte, “fue eso lo que alimentó la inmensa acogida popular que tuvo, incluso en Europa; muy a tono con el espíritu mismo del tango, que también se escuchaba con fuerza en los años 40 y 50”.

García refuerza sus palabras con una cita del desaparecido escritor Carlos Monsiváis al ser preguntado por el éxito sin fronteras de Lara: “Fue un personaje único que hizo de la cursilería su vínculo con el mundo. Un hombre cuyo silencioso y oscuro pasado fueron percibidos mediante su cultivada imagen como la de un desdichado e indefenso cantor de prostitutas y frágil poeta. Un ser enormemente pintoresco, cuya cúspide adquisitiva fue María Félix”.

Poco de eso les importa hoy, en Cali, cuarenta años después de la muerte de el ‘flaco de oro’ a un veterano abogado, un ingeniero en retiro y un melómano confeso, todos unidos a ese cordón umbilical que son las letras de Agustín Lara.

A Jorge Restrepo Potes aún le causa gracia la forma como se enteró del fallecimiento del cantante, aquel 6 de noviembre de 1970. Ese día, a su casa entró llorando una vecina y amiga de su madre, quien acababa de escuchar, por la radio, que el artista no había sobrevivido una caída en el baño que le había fracturado la pelvis.

Fue un duelo continental. Ahora, mientras bebe un nuevo sorbo de café, Jorge remata sus recuerdos con este gracejo genial: “Qué tal el Lara ese, se murió sin saber que me debía harta plata, fueron muchas las monedas que le metí a ese traganíquel y muchos los centavos que pagué en mis serenatas. No me dejó en su testamento, pero a mí se me quedó en el alma”.

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